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  • Sara Castañón

Airplane Stories : Mezcal Margarita

Cada vez que viajo se me olvida algo. Casi inmediatamente, el olvido me deja un hueco absurdo en el pecho y ocupa su lugar otra cosa, como una suerte de aprendizaje adquirido que compensa la pérdida. En mi último viaje a Oaxaca olvidé llevar lo esencial (sí, ropa interior, pero nada que no pudiera conseguir en el mercado), y en seguida me hice de una enseñanza de valor incalculable, en forma de un consejo que a muchos les resultará tan evidente que es absurdo, pero que en mí cobró un significado monumental: el mezcal hay que tomarlo solo.

Había terminado de comer en Alfonsina y esperaba el taxi. Podría intentar describir aquí el chorro de alegría que me inundó la nariz, la lengua, la boca, el estómago ⎯ y demás cavidades consagradas al arte del disfrute ⎯ gracias a esa sopa de calabacita, el tamal de mole con quelites y las tostadas de maíz criollo, pero resulta tan inútil que me temo que solamente conseguiría entristecerlos. De pronto, se acercó a mí un joven guapo, con la piel llena de sol y los ojos vivos. Llevaba una garrafa de vidrio en una mano y en la otra, dos caballitos de barro negro.

⎯ ¿Has probado la Locura? ⎯ preguntó. ¿Quién es este tipo?, pensé.

⎯ Puede que sí. No sé ⎯ respondí.

El joven llenó los caballitos y se sentó en la mesa. Yo me lo llevé a los labios y sentí que se me encandilaba el pecho con el fuego más bueno del mundo.

⎯ En la Ciudad hay gente que esto lo toma en cóctel.

Intuí que aquello correspondía a una especie de blasfemia en el mundo del mezcal, así que fingí indignación:

⎯ ¿De verdad? ¡Qué horror!

Tomé otro trago de mi caballito y sentí en el aliento una punzada de culpa al recordar todas las mezcal margaritas que había tomado desde que las descubrí. Conté en silencio: sólo esa semana habían sido seis. Como adivinando mis pensamientos, el joven siguió:

⎯ El mezcal bien hecho es tan puro y sagrado que tenemos la responsabilidad de hacerle justicia y tomarlo tal y como la tierra nos lo da. Adornar el mezcal con cítricos y hierbas exóticas no es más que eso, un ornamento que disimula para los paladares frágiles un sabor que es recio por naturaleza. ¿Te das cuenta? Hay una necesidad de disfrazar lo que al occidental le parece incómodo, de presentar todo en copas de vidrio escarchadas hasta la décima potencia. Pero ¿sabes qué? Por más que se empeñen en enmascarar el aroma del alambique y el barro, de sacarnos el olor a establo con perfumes de albahaca recién llovida, siempre queda el resabio de lo genuino, de lo fermentado, de lo real, y es ahí donde está la belleza. ¿La puedes ver?

⎯ Creo que sí.

En el camino de regreso, abrí bien los ojos. El mezcal había afilado cada uno de mis pensamientos como cuchillos. En el hotel, una mujer vestida con un huipil elegantísimo me dio la bienvenida en inglés. De pronto, cada uno de los ladrillos, que esa misma mañana había visto tan impecablemente colocados uno junto a otro, me parecieron algo torcidos, como si aquél no fuera realmente su lugar. El barro que coronaba las escaleras que llevaban a la alberca ya no tenía el color vivo de la tierra, sino que se había opacado con las resinas y los bálsamos para evitar que se desmorone, como allá afuera, donde el lodo húmedo del barro forma un manto espeso con olor a rocío que alfombra las casas de las mujeres y hombres, de niños y niñas. En el transcurso de la mañana, habían encendido la fuente del estanque donde nadaban los peces koi, y los chorros de agua que empapaban el cielo pretendían imitar sin éxito la polifonía clara de la música de las cascadas de Agua Azul y la Nevería.

Un muchacho con guayabera atravesó el ambiente pesado con una bebida turbia escarchada con sal de gusano.

⎯ ¿Mezcal margarita? ⎯ me ofreció.


Texto : María Muñoz

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